Desde la caída de las torres gemelas hasta la invasión de Ucrania, pasando por las aventuras militares en Oriente y las contiendas olvidadas de África, el siglo XXI aparece como una época de guerras. Su sombra amenazadora se proyecta a las puertas de Europa. Es también un tiempo llamado a ser testigo de profundas convulsiones en el seno de todas las naciones. Tras décadas de globalización neoliberal, el semblante de nuestras sociedades y su entorno han experimentado grandes cambios. Las desigualdades entre ricos y pobres alcanzan proporciones nunca vistas. La crisis climática es ya una realidad insoslayable. Y una nueva disputa por la hegemonía del mercado mundial está en marcha, enfrentando el declinante poderío americano a la ambición emergente de China.
Pero, ¿será éste asimismo un siglo de revoluciones?, ¿un período de transformaciones progresistas, orientadas a rebasar el capitalismo y sus contradicciones congénitas? Hoy por hoy, semejante hipótesis puede antojarse una quimera. De desregulaciones a crisis, el neoliberalismo ha dejado tras de sí un desolado paisaje. Los movimientos populistas asedian las democracias liberales, cabalgando la ira y el miedo al futuro. En cuanto a la izquierda, su debilidad y su desorientación son patentes. De hecho, ni siquiera ha completado el balance del “Siglo de Octubre”, ni asimilado la desaparición de las utopías de emancipación que arrastró consigo la caída de la URSS. Sin embargo, la lucha de clases no tolera interrupción. Nuevas crisis se perfilan en el horizonte, susceptibles de liberar ingentes energías sociales y abocar a la joven generación a la arena política. Si quiere ser fiel a sus ideales, la izquierda deberá reorganizarse, rearmarse culturalmente, reencontrarse con una clase trabajadora sobre la que ha ido perdiendo pie a lo largo de estos años. Deberá cambiar de caballo… al tiempo que vadea el curso torrencial de los acontecimientos.