Hay pocos viajes que verdaderamente orienten sobre la vida o que en su decurso reúnan suficientes ingredientes para acercarnos a eso que podríamos denominar plenitud humana o religiosa; o a las dos, que también pueden darse al unísono cual tótum revolútum. El Camino de Santiago, por su imaginario, legendaria historia, originalísima idiosincrasia y peculiar infraestructura, pertenece a ese grupo, reducidísimo, de trayectos interiores que, por si fuera poco, deambulan por un inconmensurable paisaje exterior. Su ramal central, de unos 740 km, parte de Francia, sube hasta Roncesvalles y cruza Navarra, La Rioja, Burgos, Palencia, León y Galicia hasta que el peregrino llega a la tumba del Apóstol en Compostela a su prolongación, Finisterre, que fue fin del mundo conocido.