En Jerusalén, en la avenida de los Hombres Justos, hay un árbol que recuerda la emotiva historia de Oskar Shindler, que Thomas Keneally noveló con un respeto absoluto por los hechos históricos y la maestría indiscutible de un gran narrador.
Era alto y rubio, alemán y católico; su nombre era Oskar Schindler y, aunque estuviera casado, sus amantes se disputaban el privilegio de dedicarle una noche de diversión mientras el dinero corría por sus manos generosas con sospechosa alegría.
Este hombre, que no tenía madera de santo y nunca pretendió ser un héroe, fue capaz de resolver a su manera la «cuestión judía», construyendo en Cracovia un campo de concentración que era a la vez una fábrica.
Tras los muros de este campo albergó a miles de judíos, que encontraron así su salvación.