Para el propio Nietzsche, Zarathustra fue una sorpresa: él dijo que “le asaltó”, y, tras de algún fugaz presagio, lo fue escribiendo en cuatro distanciados accesos febriles de unos diez días, en medio del contexto de su habitual estado de ánimo. Y su “hijo Zarathustra” parece haber cobrado una vida independiente cuando luego acude a él: es un “otro yo”, enérgico, señorial, arrebatador, capaz de “poseerle” otra vez cuando lo rememora en su libro final; un extraño genio proclamador de una fe tan inaudita como la del Eterno Retorno, que Nietzsche no es capaz ni de mencionar ―y menos explicar― cuando se le pasa el trance zarathustriano.