Francisco Brines parece enviarnos estos poemas desde una orilla apartada, en la luz otoñal de un luminoso y melancólico atardecer, como ante la inminencia de un último viaje. En el recuerdo se encienden destellos de una fugaz felicidad pasada, del paraíso de la infancia y de la plenitud del ser en una existencia remota, cenizas, casi siempre, de una pasión ya extinguida. Cual dolorosa filigrana, envuelve sus versos la presencia implacable de la muerte, el sentimiento de una despedida que, pese a todo, quiere ser gozosa y serena, porque gozoso y sereno se nos aparece aquello que está en trance de perderse. Frente al poeta, pues, esa última costa, el último puerto desde el que parece despedirle su propia vida, desde el que él se saluda con sus propios versos, elegías de amor a las vivencias pasadas, al mundo que le acogió y del que ahora se aleja con estremecedora lucidez, sin nostalgia, pero sí con la tranquila conciencia de quien se ha saciado, hasta el agotamiento, en las pasiones de la vida.