Poeta doctus por antonomasia, Seamus Heaney sabe que el valor de los clásicos reside en lo imperecedero de sus modelos. Por eso su versión de la Antígona de Sófocles tenía que ser algo más que arqueología: en Sepelio en Tebas, Antígona, Ismene, Creonte, Tiresias... respiran de nuevo para devolvernos lo eterno de un conflicto que nos recuerda las diversas facetas del deber y de la responsabilidad. Heaney le guarda a Sófocles (y Hernán Bravo Varela a Heaney) la fidelidad que solo un poeta podría ofrecer: fidelidad a la historia y a los hallazgos del verso, al ritmo de los hechos y a su impacto en el lector. Que esto sea igual casi dos mil quinientos años después señala tanto la invariable caducidad de lo humano como lo milagroso de su talento para revivir, de entre la ceniza, lo que nos hace ser nosotros, fugaces y perennes, frágiles y rectos como el bambú y la palabra de los clásicos.