En 1910, en el remoto apeadero del pueblecito ruso de Astapovo, una variopinta multitud se congrega para asistir a los últimos días de un octogenario y enfermo Tolstói, que ha ido a parar ahí huyendo de su esposa, de su vida contradictoria y quizá de sí mismo. Entre la muchedumbre de acólitos, pícaros y periodistas que conforman ese proto-circo mediático, tres hombres cruzan sus caminos: Nikolai Gribshin, un joven camarógrafo ruso de la productora francesa Pathé; Vorobev, un científico que ha inventado un método para embalsamar cadáveres de modo que parezcan pasmosamente vivos; y Stalin, el futuro líder bolchevique. Los tres están embarcados en proyectos o sueños que iluminarán el recién nacido siglo XX: la capacidad del cine –todavía en sus albores– para reflejar la realidad, la necesidad de preservar la apariencia de vida y la de crear un nuevo hombre revolucionario. Años más tarde, en una Rusia anegada en el baño de sangre de la guerra civil, los tres volverán a encontrarse, y el inicial entusiasmo por el futuro revelará sus claroscuros más tenebrosos.