En 1935, un Graham Greene de apenas 30 años con la cabeza llena de ideas románticas sobre el continente africano viajó a Liberia. De este país, a Greene le atrajo su condición virginal; era un país apenas explorado, y mucho menos cartografiado, que luchaba por sus señas de identidad tras sacudirse el yugo colonial. Su periplo, que tuvo como colofón una enfermedad severa, reafirmó sus ganas de vivir y su vocación literaria; y dejó para los anales uno de los mejores libros de viaje del siglo XX.