Toledo, marzo de 1604. El joven Diego se ha quedado huérfano y deambula por las calles en busca de alimento. Mientras pide limosna en la puerta de la catedral, un hombre le ofrece trabajo como sirviente. Pronto se dará cuenta de que su patrón es gran amigo del Greco, el pintor más ilustre de la ciudad, y al cabo de un tiempo comenzará a trabajar de aprendiz en su estudio.
Diego se convertirá en amigo y consejero de su maestro, y ayudará al Greco a pintar un hermoso cuadro dedicado a su ciudad adoptiva, Toledo. Una perla iluminada y embellecida con los pinceles de este artista inmortal que hoy, cuatro siglos después, nos sigue causando admiración.