Inglaterra, 1950. Flavia de Luce tiene once años y tres pasiones: los venenos, molestar a sus hermanas mayores y resolver misterios. Hace un tiempo ayudó a la policía con un asesinato, pero desde entonces su único consuelo son los experimentos que realiza en su laboratorio, ubicado en un ala deshabitada de la mansión en la que vive con su excéntrica familia. Así pues, cuando aparece una furgoneta anunciando un espectáculo de títeres, Flavia es la primera en meter la nariz en el asunto. El día de la función, aunque el lleno total hace prever un gran éxito, un trágico accidente lo enturbia todo. Aunque? ¿Seguro que se trata de un accidente? Sin perder un segundo, Flavia se monta en Gladys, su fiel bicicleta, y pedalea a la caza de las pistas que le permitan resolver este nuevo enigma. ¿Podrá una niña enfrentarse sola a los peligros que le acechan en el camino hacia la verdad? En La muerte no es un juego de niños, Alan Bradley, uno de los genios de la narrativa detectivesca, vuelve a sumergirnos en una ingeniosa y apasionante historia de misterio de la mano de la investigadora más singular, sarcástica e inolvidable del panorama narrativo actual. «Los comentarios frívolos nunca me han gustado demasiado, sobre todo cuando los hacen otros y, más concretamente, me importan un pimiento cuando proceden de un adulto. La experiencia me dice que los chistes en boca de alguien lo suficientemente mayor como para actuar con madurez, a menudo no son más que un disfraz para algo bastante peor.»