En Occidente, Henri Michaux es sin duda quien mejor supo explorar —y pensar y reflexionar sobre— los laberintos mentales de las fantasías y del ensueño no sólo en los estados llamados normales de las personas, sino también en los estados alucinatorios provocados ya sea por los desórdenes mentales naturales, ya sea por los producidos por distintos tipos de droga. La fuerza que parece haber siempre sostenido a Henri Michaux en esas arriesgadas y graves incursiones allende la barrera de la “normalidad” es la misma que acostumbra a asistir al científico que se adentra en la investigación de lo desconocido : la incontenible curiosidad y el dominio de sí mismo con el fin de no sucumbir, de no perder pie, y poder así, desde el fondo del abismo, seguir siendo observador de la propia experiencia. Claro que semejante empresa no se consigue sin la convicción casi mística de encontrar más allá el conocimiento de algo diferente, de algo que trasciende. Estamos lejos, pues, con Michaux de la beatífica exaltación de los estados de pasiva contemplación o de paulatino e irreversible proceso de sumisión y esclavitud a los que, en la mayoría de los casos, encaminan las drogas. De hecho, Henri Michaux narra aquí esas pruebas a las que sometió su espíritu con la misma ausencia de prejuicios que cuando cuenta sus viajes por Asia y el Amazonas (Un bárbaro en Asia, Tusquets, 1977, y Ecuador, Tusquets, 1983). Y es que viaja solo y sin guías ; cuenta únicamente con que “el ser humano es un vasto organismo en el que siempre hay una zona que vigila, que amasa, que ha aprendido, que ahora sabe, que sabe de modo diferente”. Encontrar ese saber es el objetivo de todos sus viajes de todas sus experiencias, hasta las más extremas, las más cercanas al infierno, a la locura.